jueves, 24 de enero de 2008

Venezuela ávida de aserrín



Ayer, como cualquier otro martes, tras el sonido del despertador levanté de la cama para cumplir con mi rutina diaria. La universidad era el primer destino de mi itinerario. Después de una ducha y una taza de café con leche, salí a la calle, justo a las ocho y treinta de la mañana. Cornetas, gente conversando, sirenas de ambulancias, el taladro encendido de una empresa de mantenimiento que repara avenidas, cerraduras que se abren y se cierran era lo que se podía escuchar al primer contacto con la avenida este 12, de la esquina Campo Elías a Camilo Torres, en la parroquia caraqueña San Agustín del Norte.
Como todos los días, el olor a basura se comenzaba a percibir al doblar la primera esquina, razón por la que crucé de acera. Veinte pasos más adelante, escuché una detonación. Seguidamente me percaté que una moto cercana arrancó con determinación. Por alguna extraña razón, los sonidos llamaron mi atención. Sin embargo, continúe caminando hasta llegar al final de la cuadra, donde nuevamente iba a doblar de no ser porque vi el cuerpo ensangrentado de un muchacho sobre la acera de la esquina diagonal a donde yo me encontraba de pie.
En ese momento, mi rutina dejó de ser rutina. Ese día no podía ser igual a cualquier martes. No podía continuar caminando como si alguien me hubiese tropezado. No podía hablar, no podía dejar de temblar, no podía asimilar lo que había sucedido.
--¡Mataron al muchacho de Expresos Los Andes!- exclamó una señora con desesperación.
Grito que me sacó de aquel instante en que mi mente se paralizó. Así, logré colarme entre el conglomerado de personas que ya rodeaban el cuerpo como sí algún circo callejero estuviese dando su mejor presentación. Mientras unos intentaban “solucionar” la situación llamando a organismos de rescate como los Bomberos de Caracas, cuya sede principal está a sólo una cuadra y media de la esquina Arismendi, donde se encontraba el cadáver, o la Policía Metropolitana; otros miraban el alboroto capciosos esperando agarrar cualquier beneficio material al descuido de algún mirón o, incluso, de los compañeros de trabajo que custodiaban la víctima; los demás buscaban reconstruir el hecho o hallar el motivo de la acción, a partir de la confluencia de sus testimonios:
-- Yo vi unos motorizados rondando la zona desde temprano- dijo el señor que vende las verduras en la esquina diagonal a la Arismendi-. Esos sabían que trabajaba aquí, seguro lo andaban buscando. Quien sabe que no querían que dijera porque ta’ clarito, tiro en la frente igual a muerto no habla.
--Ese seguro se puso arisco y lo dejaron pega’o- vislumbró el muchacho que trabaja alquilando teléfonos unos metros más allá del vendedor de verduras.
--Dale gracias a Dios que no fuiste tú- me dijo una vecina-. Esos son los sicarios que para escalar rango dentro de su mundo deben cumplir requisitos como matar a tantos inocentes en un día. ¿Escalar rangos?, ¿tiro en la frente igual a muerto no habla?, ¿muerto por negarse qué?-me preguntaba al oír cada uno de aquellos ligeros comentarios-. Realmente, ¿hasta qué punto se ha degenerado la sociedad venezolana que se ha acostumbrado a ver las agresiones, secuestros, asaltos y/o muertes como algo cotidiano? Esas tres personas no estaban hablando de alguien lejano, ni de un hecho que vieron por algún medio de comunicación: era un vecino que estaba trabajando cuando perdió la vida, sin importar la razón por la que lo mataron, pero otros hacía pocos instantes le habían arrancado la vida, sin contemplación.
De pronto, una señora de unos cincuenta años se abrió espacio entre “el público” presente. Al llegar frente al cadáver, evidenció que era su hijo quien había sido víctima de la violencia, quien desde ese momento pasó a ser un número más en las estadísticas diarias de criminalidad venezolana. Lágrimas, lamentos y gritos de dolor venían de la señora abrazada al cuerpo de su hijo muerto; una imagen muy similar a la fotografía que casi todos los días abre las páginas de los diarios venezolanos en la sección “Sucesos”. Páginas que cada día exigen más ingredientes adicionales, componentes siniestros o extraordinarios a los hechos para que puedan ocupar sus espacios. Quedando en evidencia que, cada día, la violencia se hace más cotidiana para los venezolanos.
No pude seguir observando de brazos cruzados aquella escena de dolor, por ello, decidí apartarme de la multitud y regresar a mi casa, pues el tiempo había transcurrido y mis ánimos no me permitirían seguir con el itinerario. De regreso, una cuadra más abajo de donde se encontraba el cadáver, cerca del container de basura, venía un Guardia Nacional en moto, quien al pasar cerca de mí, bajó la velocidad del vehículo para soltarme algunos “piropos” y seguir con su recorrido, sin percatarse que a menos de un kilómetro había ocurrido un asesinato.
¿En qué momento la seguridad social dejó de ser incumbencia de la Guardia Nacional?-pensé-. ¿Quién puede sentir seguridad ante un organismo que a veces se deslastra de sus funciones y a veces no?, ¿Dónde están los frutos de los Planes de Seguridad que el Gobierno actual ha anunciado?, ¿Es qué acaso la solución está en decretos como transferir los organismos que velan la seguridad social de un Ministerio a otro?, ¿No será más efectivo realizar un plan interdisciplinario donde tanto la educación, las oportunidades de empleo como las políticas de seguridad social aporten su grano de arena al problema? O ¿es que el tema está tan manido que no hay razón por la que buscarle solución, pues es rutina del venezolano?
Desde el balcón de mi casa, podía observar como agentes de la Policía Metropolitana tomaban fotos del cadáver, medían el perímetro y hacías sus respectivas entrevistas a los testigos aún presentes. Procedimiento tras procedimiento buscaban la mínima pista que pudiese permitir aclarar el caso. Todo parecía indicar que entre fotos, testimonios y planos hallarían la solución al hecho, dejando a un lado la posibilidad de constituir datos que acompañan el número de una planilla más, de una estadística más que conforme al último boletín de la UNESCO, en Venezuela son 2453 personas las que anualmente son víctimas de la violencia.
Una sábana blanca cubrió el cadáver hasta el momento que la furgoneta del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas lo trasladó a la Morgue de Bello Monte.
Sábana que al igual que la acera se llenó de la sangre del muchacho, pero a diferencia de ella sus manchas no pudieron ser quitadas con aserrín. Así como tampoco podrá ser borrado de la mente de quiénes sufrimos el hecho, ni de cada uno de los venezolanos que cotidianamente de manera directa o indirecta es víctima de la delincuencia que inunda el país y que, cada día, irrumpe la rutina de más ciudadanos.

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